Puerta Grande para Paco Ureña, en volandas de una afición entregada

Después de muchas tardes rozándola, el diestro murciano Paco Ureña consiguió al fin salir hoy a hombros por la Puerta Grande de Las Ventas, empujado por una afición que le mostró su aliento en todo momento y le ayudó a remontar una posible lesión de costillas sufrida en el primero de su lote.

Después de muchos años de actuaciones sufridas y dejando muestras de la fibra de su toreo, el de Lorca pudo llevarse una alegría en la plaza de Madrid, aun a pesar de esa posible fractura cuyo dolor no debió sentir mientras era sacado por una multitud enardecida hacia la calle de Alcalá una vez que le cortó las dos orejas al sexto de la tarde.

Un sexto toro de Victoriano del Río que, en realidad, debió salir en quinto lugar a la arena, pero el turno se corrió para que Ureña pudiera ser atendido en la enfermería después de que su primero, en una fea voltereta, le golpeara secamente en un costado.

Aun así, permaneció en la arena lo suficiente no solo para estoquear al astado sino para cuajarle incluso tras el percance los mejores muletazos de la faena, un puñado de naturales que, aunque sin ligazón, llegaron con intensidad a un público.

Un pinchazo antes de la estocada impidió que se le concediera ya una oreja de ese primero del lote, que fue noble y claro, como hubiera querido una afición entregada de antemano con el murciano, como se vio en la vuelta al ruedo que dio antes de ponerse en manos de los médicos y en la ovación que le tributaron cuando salió de nuevo al ruedo.

Pero la suerte compensó su esfuerzo con el mejor toro de la corrida, un ejemplar fino y con más calma que alguno de sus hermanos, que ya embistió con suavidad a los templados lances a pies juntos con que lo saludó Ureña, igual que también cuajó a la verónica al anterior.

Que la faena y la plaza estallaran del todo era solo cuestión de tiempo, el que transcurrió en las suertes de varas y de banderillas, hasta que Ureña abrió el trasteo con cuatro estatuarios y varios remates por bajo que hicieron rugir a los tendidos.

Y rompió entonces también a embestir el toro, con entrega y claridad, para que su matador le ligara las tres series de muletazos que basaron su éxito, con algunos altibajos y desajustes mínimos, pero con una intensidad superior, sobre todo con la mano izquierda, con la que cuajó tres naturales descomunales.

La plaza alcanzó ya el punto de ebullición, con más de veinte mil personas empujando la espada del murciano, que entró a la primera pero sin un pronto efecto, solo que a nadie le importó esperar para pedir esas dos orejas que, por fin, le abrían a Ureña el portón de la gloria madrileña. Como una compensación a todo lo sufrido.

En cambio, no hubo tanto aliento para los toreros, ni tampoco motivo para que lo hubiera, durante la lidia de los otros cuatro toros: dos más que manejables con los que trapaceó un espeso, errático y destemplado Sebastián Castella y los otros dos de un desdibujado e impreciso Roca Rey, que no aplicó en ningún momento los criterios adecuados a dos ejemplares justos de raza pero con visibles opciones de triunfo.

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