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Si Francisco de Goya y Lucientes levantase la cabeza no reconocería la pradera de San Isidro que inmortalizó a finales del siglo XVIII, pero hoy, como entonces, esa ladera al otro lado del Manzanares sigue siendo el escenario de la romería del patrón de Madrid.

Desde primerísima hora de la mañana eran cientos los castizos y devotos que se acercaban a la ermita de San Isidro para beber y llevarse el agua que, según la tradición, opera milagros, mientras los últimos rezagados de la noche decidían retirarse y enfilaban la vuelta hacia casa u optaban por tirarse en la hierba a dormir la mona.

Botella o garrafa en mano, los devotos del patrón de Madrid esperaban pacientes a que les tocase su turno de entrar en el recinto de la ermita elevada en torno al pozo cuyas aguas San Isidro hizo elevar en siglo XII para salvar su hijo que se había caído al fondo.

Tras haber conseguido llenar dos botellas, una mujer de Cuatro Caminos explica que viene desde hace muchos años "porque dicen que el agua es curativa".

José Gómez, que vive en la calle General Ricardos, cerca de la ermita, también lo hace con la esperanza de que el agua de la fuente de la ermita ayude a su hija recuperarse de una dolencia.

La mañana ha amanecido fresca, pero a medida que avanza el día el sol comienza a calentar más y la larga fila va creciendo, y ya se tarda cerca de una hora en acceder a la ermita.

"Hacer cola para ver a un santo", comenta una escéptica mientras sube la cuesta y enfila la hacia la calle en la que agolpan los bares y los chiringuitos en los que las parrillas están a rebosar y comienzan a venderse churros, chorizos, panceta, calamares y, cómo no, los tradicionales entresijos y gallinejas.

Pepe es camarero y, a pesar de que las mesas de su establecimiento están bastante llenas, comenta que el negocio no va nada bien y que todavía se nota mucho la crisis.

Pocos metros más allá una vendedora de rosquillas corrobora esta opinión y asegura con rotundidad que es un "desastre" y que vende menos que el año pasado.

Y no será por no tener una oferta variada, ya que el universo de las rosquillas es amplio y variado: están las tontas, las listas y las de Santa Clara, pero también las hay de café, limón, fresa, almendra, anís e incluso "de la abuela".

Los chulapos y las chulapas, amén de los ataviados con trajes goyescos, comienzan a inundar el parque, muchos de ellos son niños, pero también, y muchos, adultos.

Como la "Asociación de Chisperos de Arganzuela", que, gracias a un moderno equipo de música que llevan en un carrito, se lanzan a bailar chotis con gran estilo, mientras los turistas extranjeros inmortalizan el momento con cámaras y teléfonos móviles.

Una pareja de coreanos están fascinados, aunque no alcanzan a explicar qué es lo que se celebra hoy en Madrid y dicen que se han acercado a la pradera porque se lo han sugerido en su hotel.

"No sé qué es. Algo del dios de Madrid y de religión. Pero la gente parece feliz y el ambiente es de fiesta", acierta a señalar él en un inglés poco académico.

O Ian, un canadiense, que no duda en ponerse en una larga cola para que le den un pañuelo rojo que regala la Junta Municipal de Carabanchel. "Es como el de los San Fermines", sentencia emocionado para justificar la espera. Cerca, Francisco Cañas y Juan Cañas, padre e hijo y tercera y cuarta generación de barquilleros, pregonan sus barquillos.

"Tal y como están los tiempos no es negocio, pero vamos sobreviviendo. La tradición tiene que seguir. Es una pena que esto se acabe", apunta Francisco.

"Barquillo de canela para el niño y la nena. Barquillo de limón para el niño guapetón. O de menta que alimenta. Barquillos de coco que valen poco", corea otra barquillera unos metros más allá.

Y un chulapo, con clavel en la solapa y los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco, le contesta: "¡Qué rico, que rico el barquillito, un cachito de Madrid".