En la historia de la exploración espacial se combinan los éxitos y las tragedias. Son afortunadamente más los logros que los fracasos y las pérdidas de vidas. Pero a veces el drama ha superado a la épica de la conquista del Cosmos.
Alcanzar la órbita terrestre y salir al espacio exterior se ha cobrado su precio, tanto de astronautas estadounidenses como de cosmonautas soviéticos.
Vladimir Komarov, el primero en perecer, murió en la Soyuz 1 al no abrirse el paracaídas del módulo, tres compatriotas más perdieron la vida en la Soyuz 11 al volver de la primera estación espacial puesta en órbita, la Salyut 1. Su nave sufrió una descompresión y se asfixiaron.
El precio de alcanzar la Luna fue muy alto. Los tres astronautas del Apolo 1 murieron abrasados durante una simulación de lanzamiento en la misma torre de despegue.
Del Apolo XIII ya sabemos que tuvieron problemas y estuvieron a punto de perecer en mitad del Espacio. Menos conocida pero muy similar es la epopeya de la estación espacial Salyut 7 en la que dos cosmonautas consiguieron in extremis reactivar la nave y salvar sus vidas.
El propio Neil Armstrong, primer humano en pisar la Luna, estuvo a punto de morir al menos dos veces en vuelos previos a dar su pequeño salto para un hombre pero grande para la Humanidad.
La tragedia del Columbia
El programa del transbordador espacial de la NASA de los años 80 ha resultado ser el más trágico de todos cuantos han puesto a hombres y mujeres en el Espacio. Catorce astronautas han muerto en este avión-cohete retornable. Unos en el lanzamiento y otros en el viaje de vuelta a la Tierra.
Este 1 de febrero se recuerda la tragedia del Columbia en 2003. El Columbia fue el primero de los trasbordadores de la NASA puesto en servicio en 1981 en lo que fue una apuesta por un sistema de transporte espacial reutilizable, en parte, mucho antes de que Elon Musk lanzara sus cohetes Falcon.
Tras 27 viajes con algunos hitos de la ciencia y la tecnología a bordo, el lanzamiento número 28 comenzó mal. Ahí empezó a fraguarse la tragedia. Un trozo de aislamiento del tanque de combustible externo de apenas un kilo golpeó una de las alas en el ascenso.
Solo un kilo, pero a más de 800 kilómetros por hora, fue masa con energía suficiente para causar daños en el escudo térmico de la nave. En un primer momento no se estimó como un daño importante pero, durante el retorno a la Tierra en la reentrada en la atmósfera, resultó fatal.
Las altas temperaturas que se alcanzan en esa maniobra de descenso penetraron en la estructura del ala dañada. Esta acabó rompiéndose y tras varios giros violentos el resto de la nave se desintegró.
Las grabaciones y datos de telemetría señalan que la tripulación trato de reiniciar sistemas y tomar el control de la nave, pero en vano. En poco menos de tres minutos todo acabó.
Muchos trozos cayeron sobre poblaciones a lo largo de decenas de kilómetros. Se recuperaron, se estudiaron y se propusieron soluciones que se aplicaron casi tres años más tarde cuando la NASA retomó los vuelos con el trasbordador Discovery.
De cada error, de cada vida perdida desgraciadamente, en la aventura espacial se ha aprendido algo. Mejorar el despliegue de paracaídas, evitar despresurizaciones, eliminar atmósferas y elementos inflamables en el interior de las cápsulas, mejorar las uniones sometidas a fuertes dilataciones o reforzar los escudos térmicos de las naves.
Tal día como hoy de 2003 los astronautas Brown, Husband, Clark, Chawla, Anderson, McCool y Ramon murieron, pero tal vez salvaron la vida de las siguientes tripulaciones al obligar a la NASA a estimar mejor los daños y hacer mejoras en los siguientes trasbordadores.
Finalmente el programa fue completamente cancelado en 2011 con el lanzamiento del Atlantis. La NASA reconoció que era demasiado caro. Ya había reconocido, tras la muerte de otros 7 astronautas en 1986 en el trasbordador Challenger, que había infravalorado la probabilidad de accidentes fatales con este tipo de naves.