HOY: "RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO"- JOSÉ ZORRILLA
.FUNDACIÓN 2 DE MAYO...
Editado por Espasa (XXIV+ 507 págs.) con el patrocinio de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad y la Fundación Caja Madrid
La veintena larga de publicaciones patrocinada por la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad añade ahora una obra desconocida para el gran público, poco citada en los estudios convencionales sobre el Romanticismo y su literatura y aún menos utilizada como fuente para adentrarse en el conocimiento del siglo XIX, unos años de transformaciones decisivas en España.
Recuerdos del tiempo viejo, publicada en 1879, es una de las escasas memorias escritas en el siglo XIX español. Su autor, José Zorrilla, que llegaría a ser el literato más longevo de toda su generación, se dio a conocer en 1837, en el entierro de Mariano José de Larra, con unos versos que conquistaron a la primera generación de escritores románticos: Espronceda, Ventura de la Vega, Escosura, el duque de Rivas, Hartzenbusch, Gil y Zárate etc., autores que encarnaron, tras la desaparición de Larra, el cambio de la literatura que llegó a España desde la emigración y el exilio liberal.
En aquellas fechas, a pesar de la tenaz persistencia de los nostálgicos del pasado, comenzaban a hundirse las formas del Antiguo Régimen y empezaban a edificarse las de la burguesía liberal. Zorrilla llegará a simbolizar toda esa época y es en Recuerdos del tiempo viejo donde mejor se reflejan los cambios que vivió su autor.
Estos recuerdos fueron publicados semanalmente en El Imparcial, en una muestra más de que la prensa se había convertido en caja de resonancia de las modas literarias y las querellas políticas. Aunque Zorrilla murió en 1893, en plena España de la Restauración, cuando publicó estas Memorias nuestro autor era ya un superviviente del fervor romántico de otra época, un escritor del pasado cuya vena creativa había empezado a declinar ante el ascenso de la nueva generación "realista" de novelistas y poetas nacidos ya en pleno período isabelino.
La vida escénica del romanticismo, de la que Zorrilla fue indiscutido protagonista, dio comienzo en España con los estrenos de principios del siglo XIX que mezclaban formas del teatro clásico, fundamentalmente de nuestro Siglo de Oro, con los temas típicos del romanticismo: asuntos de un pasado glorioso, grandes héroes decididos a defender el honor, personajes envueltos en una profunda trama de pasión, celos, amor y venganza, exaltación de los sentimientos, generalmente incomprendidos, etc.
Zorrilla vivió su apoteosis en 1844 con el estreno de Don Juan Tenorio, el drama más representado del teatro español de todos los tiempos, un éxito que no consiguió igualar en obras posteriores. Versificador fácil y extraordinariamente dotado para la composición dramática, Zorrilla no fue, sin embargo, un autor de gran originalidad. Con él se produce la fusión del romanticismo y un patrioterismo tradicionalista y castizo en una fórmula a la que acabarán acomodándose una mayoría de escritores de generaciones posteriores.
Pero Recuerdos del tiempo viejo es una obra extraordinariamente singular, un relato por el que desfila el mundo literario de la época, un espejo que refleja el paso del absolutismo al liberalismo, el cambio de actitud ética y estética del romanticismo. Y, además, en él podemos encontrar retratos del París de Eugenia de Montijo, de los fastos del México del emperador Maximiliano y la trágica intervención de Napoleón III, o de la Cuba de colorido colonial y profundamente española. Recuerdos del tiempo viejo es la confesión sincera del autor que llegó a simbolizar las letras españolas de casi todo el siglo XIX y que, en estas páginas de madurez, se reconoció sobrepasado, quizá decepcionado, por el ritmo veloz del que había sido su siglo.
Vallisoletano, era hijo de José Zorrilla, un hombre conservador y absolutista, seguidor del «pretendiente» Don Carlos V de España; que era relator de la Real Chancillería. Su madre, Nicomedes Moral, era una mujer muy piadosa. Tras varios años en Valladolid, la familia pasó por Burgos y Sevilla para al fin establecerse cuando el niño tenía nueve años en Madrid, donde el padre trabajó con gran celo como superintendente de policía y el hijo ingresó en el Seminario de Nobles, regentado por los jesuitas; allí participó en representaciones teatrales escolares.
Muerto Fernando VII, el furibundo absolutista que era el padre, fue desterrado a Lerma (Burgos) y el hijo fue enviado a estudiar derecho a la Real Universidad de Toledo bajo la vigilancia de un pariente canónigo en cuya casa se hospedó; sin embargo el hijo se distraía en otras ocupaciones y los libros de derecho se le caían de las manos y el canónigo lo devolvió a Valladolid para que siguiera estudiando allí (1833-1836). Al llegar el díscolo hijo fue amonestado por el padre, que marchó después al pueblo de su naturaleza, Torquemada, y por Manuel Joaquín Tarancón y Morón, rector de la Universidad y futuro Obispo de Córdoba.
El carácter impuesto de los estudios y su atracción por el dibujo, las mujeres (una prima de la que se enamoró durante unas vacaciones) y la literatura de autores como Walter Scott, James Fenimore Cooper, Chateaubriand, Alejandro Dumas, Victor Hugo, el Duque de Rivas o Espronceda arruinaron su futuro. El padre desistió de sacar algo de su hijo y mandó que lo llevaran a Lerma a cavar viñas; pero cuando estaba a medio camino el hijo robó una mula, huyó a Madrid (1836) y se inició en su hacer literario frecuentando los ambientes artísticos y bohemios de Madrid y pasando mucha hambre.
Se fingió un artista italiano para dibujar en el Museo de las Familias, publicó algunas poesías en El Artista y pronunció discursos revolucionarios en el Café Nuevo, de forma que terminó por ser perseguido por la policía. Se refugió en casa de un gitano. Por entonces se hizo amigo de Miguel de los Santos Álvarez y del italiano Joaquín Masard. A la muerte de Larra en 1837, José Zorrilla declama en su memoria un improvisado poema que le granjearía la profunda amistad de José de Espronceda y Juan Eugenio Hartzenbusch y a la postre le consagraría como poeta de renombre. Comenzó a escribir para los periódicos El Español, donde sustituyó al finado, y El Porvenir, empezó a frecuentar la tertulia de El Parnasillo y leyó poemas en El Liceo. Su primer drama, escrito en colaboración con García Gutiérez, fue Juan Dándolo, estrenado en julio de 1839 en el Teatro del Príncipe. En 1840 publicó sus famosísimos Cantos del trovador y estrenó tres dramas, Más vale llegar a tiempo, Vivir loco y morir más y Cada cual con su razón. En 1842 aparecen sus Vigilias de Estío y da a conocer sus obras teatrales El zapatero y el rey (primera y segunda parte), El eco del torrente y Los dos virreyes. De 1840 a 1845, Zorrilla estuvo contratado en exclusiva por Juan Lombía, empresario del Teatro de la Cruz, en el que estrenó durante esas cinco temporadas nada menos que veintidós dramas.1
En 1838 se casó con Florentina O'Reilly, una viuda irlandesa arruinada mucho mayor que él y con un hijo, pero el matrimonio fue infeliz; un hijo que tuvieron murió, y él tuvo varias amantes. En 1845 abandonó a su esposa y marchó a París, «...donde asistió a algunos cursos en la facultad de medicina».[cita requerida] Allí mantuvo amistad con Alejandro Dumas, Alfred de Musset, Víctor Hugo, Théophile Gautier y George Sand.
Volvió a Madrid en 1846 al morir su madre. Vendió sus obras a la casa Baudry de París, que las publicó en tres tomos en 1847. En 1849 recibió varios honores: fue hecho miembro de la junta del recién fundado Teatro Español; el Liceo organizó una sesión para exaltarle públicamente y la Real Academia lo admitió en su seno, aunque sólo tomó posesión en 1885. Pero su padre murió en ese mismo año y eso le supuso un duro golpe, porque se negó a perdonarle, dejando un gran peso en la conciencia del hijo (y considerables deudas), lo que afectó a su obra.
Casa madrileña en la c/ Sta. Teresa, en la que murió Zorrilla.
Huyendo de su mujer otra vez, volvió a París en 1851, donde endulzó sus penas su amante Leila, a la que se entregó apasionadamente, y viajó a Londres en 1853, donde le acompañaron sus inseparables apuros económicos, de los que le sacó el famoso relojero Losada. Después pasó once años de su vida en México, primero bajo el gobierno liberal (1854-1866) y después bajo la protección y mecenazgo del Emperador Maximiliano I, con una interrupción en 1858, año que pasó en Cuba.
Llevó en ese país una vida de aislamiento y pobreza, sin mezclarse en la guerra civil entre federalistas y unitarios. Sin embargo, cuando Maximiliano I ocupó el poder como Emperador de México (1864), Zorrilla se convirtió en poeta áulico y fue nombrado director del desaparecido Teatro Nacional.
Muerta su esposa, regresó a España en 1866, donde se enteró del fusilamiento de Maximiliano; entonces vertió en un poema todo su odio contra los liberales mexicanos así como contra quienes habían abandonado a su amigo, Napoleón III y el Papa. Esta obra es El drama de un alma. Desde entonces su fe religiosa sufrió un duro golpe. Se recuperó casándose otra vez con Juana Pacheco en 1869. Vuelven los apuros económicos, de los que no logran sacarle ni los recitales públicos de su obra, ni una comisión gubernamental en Roma (1873), ni una pensión otorgada demasiado tarde, aunque recibe la protección de algunos personajes de la alta sociedad española como los condes de Guaqui. Los honores sin embargo llovían sobre él: cronista de Valladolid (1884), coronación como poeta nacional laureado en Granada en 1889, etc. Murió en Madrid en 1893 como consecuencia de una operación efectuada para extraerle un tumor cerebral. Sus restos fueron enterrados en el cementerio de San Justo de Madrid, pero en 1896, cumpliendo la voluntad del poeta, fueron trasladados a Valladolid. En la actualidad se encuentran en el Panteón de Vallisoletanos Ilustres del cementerio del Carmen.