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Madrid era una ciudad que no paraba de crecer. De hecho, en el siglo XIX llegó a doblar su población en unos pocos años. Por eso, los Viajes de Agua no tenían capacidad para satisfacer toda la demanda de agua que necesitaban los habitantes para beber y satisfacer las demandas de higiene y saneamiento.

Para resolver el problema del abastecimiento se estudió de qué ríos de la zona se podía transportar agua hasta la capital. "Se decantaron por el Lozoya y el Guadalix", nos cuenta Diego Limones, subdirector de Conservación del Canal de Isabel II, "porque el Manzanares tiene un caudal bajo y en verano sus aportaciones son escasas".

Finalmente, los arquitectos Juan Rafo y Juan de Ribera eligieron el río Lozoya, situado en la sierra. A lo largo de sus más de 70 kilómetros de recorrido, el Canal tenía que atravesar valles y montañas, por lo que se llevaron a cabo importantes construcciones, como acueductos, sifones y galerías en mina.

"Los obreros se comunicaban a través de palomas mensajeras"

La construcción del Canal supuso todo un cambio para la ciudad: mientras que la aportación de los Viajes de Agua era de unos 20 litros por segundo, las nuevas infraestructuras traían unos 4.000 litros por segundo. El agua llegaba a Madrid al primer depósito del Canal y, desde allí, arrancaba la red de distribución. Con el paso de los años tuvieron que ir aumentando el número de depósitos.

El 24 de junio de 1858 llegó el agua del Canal de Isabel II a Madrid y se inauguraron las obras por todo lo alto. Cerca de la plaza de san Bernardo se construyó una fuente para la ocasión de la que salía un chorro de agua de 30 metros de altura. Esto dejó sorprendido a todo el mundo y los cronistas de los periódicos lo describieron como "un río puesto en pie".