"El coloso en llamas": el título cumbre del género catastrofista
Un arquitecto con el rostro de Paul Newman y un jefe de bomberos clavadito a Steve McQueen se enfrentaron en 1975 a un auténtico coloso en llamas.
Título cumbre del llamado género catastrofista, la dirigió John Guillermin siguiendo las directrices del productor Irving Allen que era el que había fabulado que si se metían a un puñado de estrellas más o menos añejas en algún lugar susceptible de que ocurriera una tragedia, se cargaban a unos cuantos, para hacer llorar a la audiencia y a unos centenares de extras que dan igual el público se dejaría millones en la taquilla. Y acertó de pleno, como hizo antes Ross Hunter con la saga Aeropuerto. Si os preguntáis qué hacían las dos estrellas más taquilleras del momento en un producto tan comercial la respuesta es simple: Ganarse diez millones de dólares de los de entonces y pasárselo en grande.
El presupuesto de este gran espectáculo se dividió entre la partida de efectos especiales, que le dio a la película su enorme brillantez y espectacularidad y la de personal artístico, porque en ese sentido nada hubo de faltar. El éxito en taquilla fue inmenso. La taquilla se volcó y en materia de premios no fue nada mal: Ocho candidaturas al Oscar, incluyendo mejor película, y tres estatuillas: Montaje, fotografía y mejor canción, interpretada por la ya olvidada Maureen McGovern, muy de moda entonces.
Todo ocurre durante las horas previas a la inauguración del rascacielos más alto del mundo situado en San Francisco. En la sala de baila situada en la terraza superior con increíbles vistas, los invitados ríen, charlan y toman copas mientras a su alrededor la tragedia se desata. Un fallo en la instalación eléctrica provoca un incendio incontenible que pondrá la vida de todos en peligro, por la codicia de su constructor; al que da vida un algo ajado por el alcohol William Holden, que con poco más de cincuenta años parecía dos décadas mayor. Valores taquilleros del momento como Faye Dunaway o los televisivos Richard Chamberlain y Robert Wagner, trabajaron codo con codo con viejas glorias del alcance de Jennifer Jones, que finalizó aquí su destacada carrera cinematográfica y Fred Astaire que, consiguió, a la vejez, su primera candidatura al Oscar y se llevó a casa el Bafta y el Globo de oro.
Mención aparte merece la aparición de una estrella, que venía rebotada del mundo del fútbol americano y se había hecho todo un nombre en el cine gracias a la serie Raíces o a películas con tropezones como El puente de Cassandra o la que nos ocupa. Hablamos, por supuesto, de O.J. Simpson, que no tardaría en convertirse en carne de tabloide cuando se vio envuelto en el asesinato de su esposa, en calidad de sospechoso número 1, con tal cantidad de pruebas en su contra que cuando fue absuelto por un jurado la justicia internacional bramó al unísono.
Obviamente aquello acabó con su carrera pero no con su popularidad que ha explotado a menudo en esos realitys en los que aparecen supuestos rostros populares en chándal y sin peinar.
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