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En 1947, Joseph Mankiewicz dirigió a Gene Tierney en una original comedia romántica: “El fantasma y la señora Muir”.

Original porque, como Ghost o El cielo puede esperar, por poner ejemplos más recientes, ese romance se adentra en el terreno de lo fantástico, como el nombre del filme indica. La señora Muir en una joven viuda que busca tranquilidad en un pueblecito de la costa en el que alquila una preciosa casa que lo tiene todo. Incluido un fantasma de lo más pintoresco con el rostro de Rex Harrison. Una producción divertida, de enorme éxito y de estupendo recuerdo, entre otras cosas, por la excelente química entre sus protagonistas.

Aunque no lo parezca, por tratarse de una ficción de época, “El fantasma y la señora Muir” es fruto de la tragedia para muchos hogares americanos de la 2GM. Hijos y esposos dejaron en Europa sus vidas luchando contra los nazis y un enorme vacío en sus casas, a menudo, llenas de su presencia imaginada aunque no estuviesen ya allí.

La escritora Josephine Leslie urdió, con estos sentimientos en mente la historia de una joven viuda que, hacia 1900, como tiene muy claro que sabe valerse por sí misma, decide dejar la jaula de oro en la que quiere encerrarla su familia para trasladarse a una casita a la orilla del mar, con su pequeña y su criada.

Y aunque le advierten que la propiedad, que puso en pie todo un lobo de mar, el Capitán Gregg, tiene sus peculiaridades, ella la encuentra perfecta para su nueva vida. Aunque un residente inesperado se lo quiera poner, al menos al principio, bastante difícil.

Gracias al guionista de “¡Qué verde era mi valle!” Philip Dunne, a la fotografía de Charles Lang, candidato al Oscar, a la preciosa partitura de Bernard Hermann, que luego escribiría la música de “Psicosis” entre muchas otras, se consiguió llevar a cabo una obra maestra y una de las películas fantásticas más divertidas, pero también más románticas jamás filmadas.

A lo que no es ajeno en absoluto el prodigioso guionista y director Joseph Mankiewicz que, aunque estaba en sus comienzos ya destilaba talento por los cuatro costados. En los años siguientes ganó cuatro premios Oscar dos como director de “Carta a tres esposas” y dos por la excepcional “Eva al desnudo”. No tiene una película mala en su haber y ni siquiera el “Titanic” titulado “Cleopatra” logró hundirle la carrera.

Aunque el filme iba a ser un vehículo para la pareja formada por Spencer Tracy y Katharine Hepburn, las dudas del actor lo dejaron fuera de juego en favor de Rex Harrison, aristocrático intérprete de prodigiosa voz utilizada para poner a Shakespeare en su sitio en los teatros británicos y que ya había cosechado un éxito internacional gracias a la farsa titulada “Un espíritu burlón”, también con fantasmas de por medio.

Espectadoras de dos continentes cayeron rendidas a sus pies, la prensa le puso como apodo Sexy Rexy. Muy justificado porque llegó a casarse seis veces. No es de extrañar que una década después enamorara a la mismísima Cleopatra, y casi llevándose a Londres una estatuilla por ello. La consiguió poco después cuando se descubrió que era capaz de hacer hablar bien inglés a la más negada. Cosas de los musicales.

La Tierney, considerada la mujer más bella de aquel Hollywood, domina la película de principio a fin. Aquella señorita de buena familia de NY que se empeñó en ser actriz con el consiguiente disgusto de sus padres, estaba en su mejor momento. La enigmática “Laura” la había convertido en una estrella de primer orden. Lástima que su vida personal estuviera ya encarrilada hacia el desastre. Casada por el modisto y play boy Oleg Cassini, las infidelidades de éste – entre otras con Grace Kelly -, la volvieron mentalmente inestable. El golpe definitivo fue tan desdichado que incluso sirvió para que a Agatha Christie le inspirara una de sus mejores novelas, posteriormente llevada al cine. Durante una actuación benéfica estando embarazada el beso de una admiradora le transmitió un extraño virus. Su hija nació con importantes problemas de desarrollo mental.

Y así, mientras el mundo la admiraba y envidiaba, ella se hundía en la desesperación pasando de los brazos de Ali Khan a los de Spencer Tracy, para acabar manteniendo un sonado romance con John Kennedy, antes de que llegara a la presidencia. Todo esto había minado su ánimo hasta el punto de que se presentaba en el plató de “La mano izquierda de Dios”, el último de sus papeles todavía destacados con los diálogos perfectamente memorizados y los olvidaba poco después.

Bogart la ayudó todo lo que pudo en cuanto se dio cuenta de que las señales de su enfermedad eran muy similares a las de su hermana Pat, que llevaba ingresada en una institución mental varios años. Repasaba con ella los textos hasta aburrirse y entretanto la conminaba para que se pusiera en manos de especialistas, hasta que la convenció. Pero antes de que pudiera hacerlo, sufrió una tremenda crisis nerviosa y justo al término del rodaje fue ingresada en un psiquiátrico durante un año y medio, donde fue tratada con electro-shock.

Logró superar sus problemas – incluso el escándalo que se organizó cuando fue descubierta trabajando como dependienta en una tienda de perfumes, hasta que se aclaró que formaba parte de la terapia - pero tras interpretar algunos papeles secundarios casi una década después, se retiró del cine definitivamente, pasando a formar parte del selecto club de los “juguetes rotos” de aquel implacable Hollywood.

Por cierto, por su manía de subir las escaleras de dos en dos, se hizo un esguince poco antes de iniciarse la filmación y trabajó escayolada la mayor parte del tiempo. Las faldas largas de época ayudaron a disimularlo.

Los dos, junto al resto del reparto que contiene al siempre imprescindible George Sanders, el despiadado crítico teatral de “Eva al desnudo”, se trasladaron al bonito pueblo costero californiano de Carmel, del que muchas décadas después Clint Eastwood sería alcalde, para simular en él la costa inglesa. “El fantasma y la Sra. Muir” fue un éxito de crítica excepcional y estuvo entre las más taquilleras del año de su estreno pero siempre se pone como ejemplo de película en la que la protagonista femenina se independiza y toma sus propias decisiones desde que comienza el filme hasta que acaba.

Los más observadores ya se habrán dado cuenta de que una Natalie Wood de 8 años interpreta a la hija de la protagonista dando así sus primeros pasos en una industria que la convertiría en una de las más grandes estrellas de los años cincuenta gracias a títulos como “Rebelde sin causa” o “West side story”. Aquí, de momento, todavía se tomaba lo de actuar como un juego y ese mismo año participó en otro de sus títulos emblemáticos: “De ilusión también se vive”.

Sobre todo, cuando esa ilusión brilla con su propia luz en la pantalla como si fuera cosa sobrenatural.