A pesar de la lluvia, Londres amanecía pletórico en un día histórico para celebrar la coronación de Carlos III, un evento que comenzó con la salida de los monarcas desde el Palacio de Buckingham hasta la Abadía de Westminster montados en el carruaje del Jubileo de Diamante.
Tras acceder al interior del templo, Justin Welby, el arzobispo de Canterbury, dio comienzo a la ceremonia y solicitó al monarca que se reafirmara en su defensa de la ley y de la Iglesia de Inglaterra, un juramento que selló con su mano puesta sobre la Biblia.
Tras despojarse del manto ceremonial, el rey ocupó de nuevo la silla de la coronación en la parte más sagrada del servicio, oculto tras un biombo, Justin vuelve para ungir al monarca con un aceite procedente del Monte de los Olivos, realizando la señal de la cruz en su cabeza, pecho y manos para remarcar su estatus espiritual como cabeza de la Iglesia Anglicana
Uno de los momentos más cargados de boato fue la investidura del rey, donde recibió las regalías, símbolos del poder real: las espuelas, que representan sus virtudes y valores caballerescos; la espada enjoyada de la ofrenda que le entregó Penny Mordaunt, presidenta de la Cámara de los Comunes; y las Armillas, un par de brazaletes que simbolizan respectivamente la sabiduría y la sinceridad. El príncipe William intervino en este proceso colocando sobre los hombros de su padre la estola real.
También se hizo entrega a Carlos III del orbe del soberano, una pieza que encarna el papel del monarca como representante terrenal de la fe cristiana. El anillo del soberano, símbolo de su unión con el pueblo y con la Iglesia, el guante real y, por último, los cetros del soberano: el de la Cruz, que simboliza su papel como pastor del pueblo; y el de la paloma, que representa su deber como garante de la paz del reino.
El momento culmen de la ceremonia se produjo cuando el arzobispo colocó sobre la cabeza del monarca la corona de San Eduardo, una corona que jamás volverá a utilizar.
El príncipe William, arrodillado ante su padre, realizó el homenaje de la sangre real jurando lealtad al nuevo soberano.
En una ceremonia más breve y sencilla, la reina Camila, tras aceptar el anillo de la consorte, recibió la corona de la reina María de Teck y su propio cetro.
Antes de terminar el acto, el soberano sustituyó la corona de San Eduardo por la imperial del Estado, y junto a Camila recorrió de nuevo el pasillo del templo con el centro y el orbe en sus manos.
Subidos en esta ocasión en el carruaje de oro, comenzaron la procesión de coronación, un cortejo precedido por más de 1.000 militares, hasta llegar de nuevo el Palacio de Buckingham, donde se produjo una de las imágenes más esperadas, el saludo desde el balcón de los nuevos soberanos a todo su pueblo.