Es el mercado al aire libre más grande de España, cuenta con más de dos siglos de historia y dicen que si buscas algo y no lo encuentras aquí, es que no existe. Es El Rastro, un clásico madrileño que debe su nombre al rastro de sangre de las reses sacrificadas de camino al matadero y que atrae cada domingo a unos 100.000 visitantes de todo el mundo.
Antes de las 8 de la mañana, la hora permitida para empezar a montar, los vendedores descargan en silencio sus pequeños tesoros. Son 1.200 puestos muchas veces familiares y heredados de generación en generación. Entre ellos descubrimos al anticuario más antiguo de este mercado, al pie del cañón a sus 92 años, o historias tan exóticas y lejanas como la de Kamal, que siguió la tradición de su padre, un auténtico indio con turbante, el primer perfumista de El Rastro y el impulsor de la construcción de la primera mezquita en España allá por los años 80.
Junto a ellos, los negocios que surgieron a su alrededor, desde la mítica taberna de caracoles que lleva como nadie Amadeo, pasando por el bar Santurce, famoso por sus sardinas y pimientos de padrón, o la churrería de la calle Santa Ana, que suma ya cinco generaciones alegrando el despertar a vendedores y vecinos como Maruja, residente en una típica corrala, o Carmen, enamorada de las vistas de su piso a la Plaza de Cascorro.
Es una de las plazas indispensables en nuestra visita, un recorrido plagado de ropa de segunda mano, baratijas, auténticas joyas, piezas de coleccionista, curiosidades, antiguos uniformes militares y gangas tan increíbles como un abrigo de visón por 180 euros. Es difícil salir sin alguna compra de El Rastro, pero al llegar las tres de la tarde los vendedores se preparan para recoger y echar el cierre hasta el domingo que viene.