Los sirios desplazados que siguen sin decidirse a cruzar la frontera con Turquía, por miedo a que les "fichen" y no puedan retornar a sus pueblos, afrontan un sinfín de penalidades mientras resuelven sus dudas, como ya han hecho más de 8.500 compatriotas que se han convertido en refugiados.
Ese número creciente de refugiados, que desde el 29 de abril escapan de la represión del régimen de Bachar El Asad, se hallan ahora en los cuatro campamentos montados hasta ahora por el Gobierno turco y gestionados por la Media Luna Roja en la provincia de Hatay.
Los refugiados habitan en tiendas de campaña decentes, reciben tres comidas calientes al día y los medicamentos necesarios, pero los que esperan en tierra de nadie y en el lado sirio de la frontera (que algunas fuentes cifran en miles) están sumidos en el desamparo.
"Dos bebés murieron en la noche de ayer", informa un hombre sirio, que llega al pueblo turco de Güveççi -situado junto a la frontera- con la misión de conseguir pan para su familia.
Muestra una bolsa de plástico con 15 panes y dice: "Esto no es nada. Hay muchos niños y mujeres hambrientos. Treinta personas se lo terminarán en menos de un minuto".
Sólo están a unos centenares de metros del territorio turco, pero no terminan de decidirse a entrar. Algunos han dejado atrás familiares y no quieren romper los lazos que les unen con su hogar. Otros temen dar sus datos personales en los campos de refugiados.
"Si vamos a los campos, nos registrarán. Tenemos que dar nuestros nombres y nos fotografían. Tenemos miedo de ser castigados si luego retornamos a nuestros pueblos en Siria cuando las cosas se calmen", se queja un joven.
Como las autoridades turcas han restringido el acceso de los periodistas a los campos de refugiados, los únicos que pueden ser entrevistados son los sirios que quedan en tierra de nadie y se acercan a Turquía a por víveres.
"Hemos pasado toda la noche bajo la lluvia. Somos cientos de personas. Las autoridades turcas vienen y montan a unos cuantos en un microbús. Cuando los llevan a los campos de refugiados, vuelven y recogen a otro grupo", relata otro refugiado sirio.
El pueblo de Güveççi solía vivir del comercio fronterizo, del contrabando de cigarrillos, de alcohol o del ganado, que es más barato en Siria.
Ahora, al otro lado de la frontera, tras el alambre de espino, aguardan en penosas condiciones los sirios con los que los ciudadanos turcos comerciaban anteriormente. Escapan de la represión en Yisr al Shugur y no tienen nada.
"Los bebés necesitan leche. Las mujeres no tienen leche porque ellas mismas no tienen qué comer", explica otro de los sirios, procedente de Yisr al Shugur.
"Los soldados nos atacaban cada vez que nos acercábamos al centro para comprar productos básicos. No hay gasolina, ni electricidad ni agua ni teléfono. Han traído a gente de fuera para que se manifiesten a favor de Bashar El Asad", narra un bombero de mediana edad oriundo del barrio Shimal de Yisr al Shugur.
El bombero aclara que los sirios que han cruzado a Turquía o aguardan al otro lado son aquellos que escaparon de la tristemente famosa localidad siria hace 10 días, pues ahora es imposible salir de allí porque el Ejército la mantiene cercada.
"Desde hace tres meses estamos resistiendo y tomando las calles a favor de la libertad. Por eso, nos matan", añade: "Incluso le cortaron un pecho a una mujer".
Historias del horror mezcladas con rumores constituyen el relato de estos refugiados que se tapan la cara ante las cámaras por miedo a ser identificados.
Un sirio de unos 20 años, que asegura llegar de Latakia, afirma que antes de que él escapase hubo manifestaciones de 150.000 personas contra el régimen baazista: "Latakia es ahora una ciudad dividida".
Sin embargo, un árabe de Turquía que hace negocios en Siria desde hace años, susurra al oído: "Son exageraciones. Estuve en Latakia hace tres días. No sucedía nada".
Automóviles con matrícula siria siguen llegando cada día al paso fronterizo de Yayladagi y los turcos continúan atravesando la frontera para dedicarse al comercio minorista en terreno sirio: comprar té, algunos paquetes de cigarrillos y una o dos botellas de whisky para venderlos a su vuelta y ganar unos 25 euros.
"No he visto nada raro en el otro lado. Los lugares a los que he ido están calmados", asegura uno de los comerciantes de frontera.
Sin embarga, el tramo que entre Güveççi y el otro lado de la frontera es una tragedia: bebés, niños, mujeres y ancianos bajo la lluvia, enfermos y hambrientos, todos esperando un futuro incierto.