“Llevó las riendas de su propia vida y no se ató a nada. Sin saberlo ella, era una mujer empoderada”. Así describe el humorista Joaquín Reyes a Sara Montiel, una mujer que se convirtió en todo un icono sexual y de libertad.
Tras La violetera y El último cuplé, Sara Montiel rodó doce películas musicales en los siguientes quince años. En todas ellas, su cuerpo, su vestuario y su sensualidad son examinados al detalle por la censura. “Yo no tengo la culpa de haber nacido manchega y con domingas naturales”, llegó a decir la artista en una entrevista.
Su escote fue víctima de la Ley y Orden del régimen, que manipuló varias fotos de la cantante para que apareciera más “tapada”. A pesar de estos recatados “retoques”, “todo el mundo se quedaba alucinado con ella porque su belleza abrumaba”, cuenta la periodista y escritora Raquel Martos.
Sus interpretaciones siguen siendo, casi medio siglo después, declaraciones de intenciones para amantes y parejas, “un lenguaje de símbolos”, explica Alejandra Alloza, biógrafa de Sara. Y es que la artista nunca renunció, a pesar de la tijera de la censura, a su erotismo.
Y hablando de amantes y parejas, la artista se rodeó en América de los hombres más guapos y admirados de Hollywood. Antes de casarse con su primer marido, el director de cine Anthony Mann, Sara ya había tenido en España muchos e ilustres pretendientes.
Musa del poeta León Felipe con tan solo 16 años, su amor platónico era el escritor Miguel Mihura. Incluso se cuenta que tuvo un romance con Severo Ochoa.
En sus camerinos recibía flores y joyas de compañeros y famosos admiradores. Algunos fueron amantes. Otros, solo amigos, como Ernest Hemingway, que enseñó a su amiga Sarita a fumar habanos en Cuba.
Una mujer libre y única, adelantada a su tiempo, que supo ganarse a la gente con su simpatía y su autenticidad. Una autenticidad que desconocía los complejos y los prejuicios de su época y que la encumbró en lo más alto.