El 2 de febrero de 1852, la reina Isabel II de España se dirigía a la Real Basílica de Nuestra Señora de Atocha cuando estuvo a punto de perder la vida por un atentado que no tuvo éxito por la razón más peregrina: la moda.
La monarca salió del palacio real para presentar a esta virgen a su hija recién nacida, Isabel de Borbón y Borbón, apodada por el pueblo como La Chata, para pedirle protección.
En ese momento, un cura franciscano llamado Martín Merino consiguió sortear la barrera de alabarderos, desenfundó una navaja y le asestó una puñalada en el abdomen. "Toma. Ya tienes bastante", espetó el religioso.
La reina cayó al suelo y el coronel de los alabarderos cogió a la niña como pudo mientras el rey consorte, Francisco de Asís, desenvainaba la espada contra el religioso en un acto de valentía que no se esperaba de él.
La herida de la soberana fue nimia. gracias a una prenda en concreto y a las numerosas alhajas que cubrían a la monarca
El corsé de Isabel II se convirtió en una auténtica armadura. Una ballena de la prenda íntima desvió la trayectoria de la navaja de Albacete que había comprado el franciscano en el Rastro. Por cierto, la prenda se conserva ensangrentado en el Museo Arqueológico Nacional.
En aquel momento, Isabel II tenía tan solo veintiún años y durante aquel evento estaba completamente engalanada. Acompañada por sus damas, se había vestido con lencería del mejor algodón y un corsé a medida que realizaban para exclusivamente ella en el establecimiento 'Las dos palabras'.
Era una fábrica de fajas que estaba en la calle Hortaleza, una de las más comerciales de Madrid y que había resultado premiada por incluir un sistema especial de reducción del volumen del vientre.
La tarde que el cura Martín Merino clavó un puñal a la reina Isabel II consiguió arreglarle la vida a la dueña de este establecimiento, Julia Aguirre, y a sus descendientes por unas cuantas décadas.
Además, la soberana se decantaba por los diseños pesados formados por gemas y piedras preciosas de gran tamaño. Por eso, aquel día llevaba un aderezo de brillantes con topacios de Brasil que también hicieron su parte detener el ataque.
El agresor fue retenido inmediatamente por un alabardero y trasladado a la cárcel del Saladero. Tras el juicio, el 7 de febrero de 1852, cinco días después de intentar acabar con la vida de la reina recibió garrote vil.
En el juicio, cuando le preguntaron si había actuado solo o tenía cómplices respondió: "Pero ¿os creéis que en España hay dos hombres como yo?”.
El milagro de que la reina no acabase desangrada - como sí le ocurrió a la emperatriz Sissi años más tarde- se lo atribuyeron a la Virgen de Atocha.
Como agradecimiento por haber salido ilesa del atentado, Isabel II dio orden a Narciso Práxedes Soria, de transformar las joyas que lucía ese día en dos coronas, una para el niño y otra para la Virgen.
Las coronas de la Virgen y el niño Jesús tienen el mismo diseño en plata dorada cuajada de brillantes y topacios del Brasil engastados al aire.
El aro distribuido en tres franjas se remata con una crestería de hojas de trébol de la que parten seis imperiales que se unen en el centro sirviendo de soporte a la bola rematada por la cruz, según describe Patrimonio Nacional.
Todavía sobraron piedras para hacer además, un rostrillo y un halo o resplandor. Todas estas piezas se guardan en el Palacio Real de Madrid.